Cuando en el episodio “Bombita”
de Relatos salvajes, uno de los “fans” del terrorista escribe en las redes “Ahora
poné una bomba en la AFIP”, el cine entero prorrumpe en aplausos. Yo no. Yo los
miro en la oscuridad, y hasta me pararía en medio de la sala, el Gaumont, para
decirles: “imbéciles, si podemos ver esta película en este cine, con esta
calidad, y a ocho pesos, es porque la AFIP cobra impuestos, que después el
estado invierte en espacios y proyectos como éste. Es más, si Szifrón pudo
filmar esta película es porque recibió un subsidio del INCAA, que a su vez
recibe ingresos que la AFIP previamente ha cobrado a otros contribuyentes”.
Es la política, estúpido
Lo que todo el aparato narrativo
y la tesis misma de “Relatos salvajes” soslaya, es la política como agente de
cambio y mediación. Cada episodio del filme es, paradójicamente, una foto de la
realidad, una imagen congelada de la interacción política, enfocada en un
callejón en el que la violencia es la única salida. Que Szifrón recurra a la
comedia negra para contarla, no la hace más digna, sino más marketinera. Cada
una de las viñetas que pasan frente a nuestros ojos, con oportunas elecciones
del director y guionista, o con una opción estética distinta, hubiese dado en
otra película, que seguramente habría tenido menos espectadores pero más
sinceridad y sin duda, mucho más espesor y dignidad. La coartada por la que
finalmente optó Szifrón,-mostrar seres que en un rapto de imprudencia recaen en
lo más básico de la condición humana-, termina apelando a lo más básico del
espectador, y así, en un ida y vuelta complaciente, el que la ve termina
glorificando al autor y a lo que, estima, podrían ser sus previsibles
reacciones.
El subgénero de la venganza
Una violación suele ser el punto
de partida, el asesinato de un ser querido o la simple humillación. “Los perros
de paja”, “El vengador anónimo”, “Mad Max” y “Kill Bill” le resultarán
familiares al espectador; pero el ánimo de revancha animará incluso filmes de
culto como “La fuente de la doncella” de Ingmar Bergman o “Cuerno de cabra”
película búlgara de 1972. Salvo un episodio, en el que de todos modos el
desquite está presente, “Relatos salvajes” puede enmarcarse perfectamente en
este cine de “explotación”. Una vez elegido este género, el director tiene dos
opciones: una elaboración que permita nuevas lecturas en el espectador, o caer
en una mirada reaccionaria. Szifrón edulcora la última opción con toques de
comedia, pero aun así, no puede zafar de un producto reaccionario, muy al gusto
del paladar con el que, curiosamente, según lo que manifestó en la mesa de
Mirtha Legrand, no coincidiría, pero con el que, según lo que se ve en “Relatos
salvajes”, termina por coincidir. Por caso, “El factor humano”, película de
1972 de Edward Dymitrik con George Kennedy, cuenta la historia de un técnico de
la CIA al que un grupo terrorista asesina a toda su familia. Desenlace
previsible en el género: Kennedy masacra a los terroristas, lo que a la vista
del espectador, está muy bien y resulta primariamente catártico, según lo que
el propio director ha querido mostrar. Lo
aparentemente sofisticado del planteo de Szifrón oculta este mecanismo, pero el
resultado es similar.
Montando el caballo por la
izquierda y cabalgando para siempre por la derecha
La buena operación de marketing
que hizo Szifrón en la mesa de Mirtha Legrand, encontró consensos entre el
pensamiento progresista. Después de todo, fue hasta placentero que un invitado
instalara en esa mesa de la reacción, algo tan obvio como que el mundo se
sostiene sobre un sistema que necesita la desigualdad como ordenador y
fundamento. Ahora bien, qué habría pasado si ese albañil del que le habló a la
señora, hubiese sido protagonista de uno de sus relatos, y que, cansado de la
injusticia, se transformara en ladrón. Esa audiencia que adora su película ¿lo
habría aceptado entusiasta del mismo modo en que ahora elogia el filme? Y Szifrón,
¿se hubiera bancado darle a ese personaje o bien el cariz de un bandolero sin
alma, justificado por una injusticia infinitamente mayor a la que atraviesan
sus personajes, o bien el de una suerte de Bairoletto, que a diferencia de “Bombita”,
repartiera botines y muerte a diestra y siniestra?
Detengámonos un momento en este
detalle: los personajes de Szifrón no matan, salvo que los mecanismos de la
historia los justifiquen plenamente o un ocasional y desinteresado sicario lo
haga por ellos. “Bombita”, tal como se dice en la misma película, es “quirúrgico”
a la hora de atentar contra la empresa de tránsito, no mata a nadie, lo que
permite a la buena conciencia del espectador, quedar a resguardo de cualquier
conflicto moral. Incluso, en el episodio del avión, Szifrón nos ahorra ver cómo
los padres de Pasternak son aplastados por la máquina y los pasajeros
calcinados junto al autor de la masacre, en virtud de un subterfugio narrativo:
detener la imagen antes de que ocurra, lo que marca la enorme diferencia entre
un chiste y una tragedia.
Así, la película permite una
identificación sin culpa, con la que la catarsis rebelde del espectador burgués
queda a resguardo: por una parte, haría lo mismo que los personajes, pero por
otra, se siente aliviado porque nadie
muere. De paso, la “denuncia” de Szifrón es lo suficientemente superficial como
para no incomodar ningún aspecto estructural que, a la mirada del espectador
medio, podría suponer un cuestionamiento incómodo de su propio lugar de
complicidad en el mundo.
De esta manera podría llegar a
entenderse la buena recepción que la película ha tenido en gente en apariencia tan
distinta como Eduardo Feinmann o Pablo Rieznik: ofrece un paliativo a la
pequeña conciencia burguesa. Bajo su aspecto “justiciero”, concilia los bríos
del trotskista que todos llevamos dentro con los del enano fascista.
Antipolítica
La política no es fácil.
Consiste, básicamente, en tragarse sapos, negociar, hacer lo posible dentro de
lo deseable, construir paso a paso, andar del brazo de indeseables, esperar con
paciencia de tiempista el momento de acumular poder. Incluye también la
posibilidad de que el político se pierda a sí mismo, que se traicione, que
renuncie a sus objetivos. Porque el político, vaya complicación, no es un
santo, es un ser sediento de poder, y, paradójicamente, lo mejor que nos puede
ocurrir como ciudadanos, es que sea así, porque ese mismo poder que disputa hoy
en una interna para concejal, mañana lo disputará contra los fondos buitres. El
caso es que detrás de él, o a su lado, exista una conciencia social acumulada,
un pueblo que entre en sintonía dialéctica con el líder con una consigna de
este estilo: este destino individual y colectivo que te propongo es el más
conveniente para vos y tus prójimos, mi realización como político es tu propia
realización y la de nuestro pueblo, necesito tu apoyo, tu control y tu crítica,
aunque en la disputa diaria del minuto a minuto por el poder, vas a tener que
confiar en lo que yo haga.
La política es la garantía de
nuestra supervivencia democrática, incluso en las peores condiciones sociales y
económicas. La Constitución de 1994, por caso, es neoliberal, consagra ese
orden y derechos individuales de minorías. En la negociación, son ínfimos los
intereses populares satisfechos y muchos los intereses corporativos
complacidos. Aun así, es un instrumento político.
Los tiempos de la política no son
los mismos que los de nuestra ansiedad y los de nuestra impotencia, por eso la
voluntad popular es fácilmente manipulable y cede a los cantos de sirena de la
antipolítica: la mano dura para la inseguridad, el ajuste económico para la
inflación, el recorte de libertades contra una amenaza externa. Es común que,
sobre la clase política, el común de la gente opine que “son todos corruptos”.
La falta de opciones entonces lleva al callejón sin salida o a la elección del
más mediático y demagógico. Eso es lo que quiere la antipolítica: el blanco y
negro de las decisiones rápidas, la solución mágica. En “Relatos salvajes” no
hay política, un universo desesperanzado escamotea el lugar del poder o lo
equipara en maldad y responsabilidad al de las víctimas. El “son todos corruptos”
dedicado a los políticos, se extiende aquí a cada uno de los personajes. Nadie
queda a salvo. La misma sensación distante del ciudadano de a pie que al juzgar
que todos son corruptos, se siente a salvo de esa vara moral, le sucede al
espectador.
En este sentido, “Relatos
salvajes” es una película antipolítica y por lo tanto, reaccionaria.
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